Era
una tarde soleada, cálida y apacible. Samuel cogió una bolsa donde
guardaba migas de pan, su sombrero panamá,
sus gafas de sol, y salió de casa.
Se
sentó en su banco favorito que, por fortuna, no estaba ocupado, a pesar de que
el parque estaba lleno de gente.
Samuel
empezó a tirar migas de pan en el suelo y no tardaron en venir las palomas a
comer el preciado manjar.
Al
poco rato, un grupo de niños de
diferentes edades se maravillaban por el espectáculo ofrecido por las palomas y
se acercaron a Samuel para ayudarle a alimentar a las aves.
Los
más pequeños reían, nerviosos y alegres, y daban palmas con sus regordetas
manos. Los más mayores recogían las migas del suelo que las palomas no habían
alcanzad a ver, y se las volvían a arrojar.
Las
madres miraban complacidas la escena, algunas sonreían a Samuel. Hacía varios días que lo veían en el parque, siempre echando de comer
a las palomas. Parecía un hombre agradable. Desconocían de dónde venía pero,
sospechaban que debía estar ingresado en un geriátrico que habían abierto hacía
pocas semanas, cerca del parque. Aunque no podían precisar su edad con
exactitud, el sombrero y las gafas de sol no lo permitía.

Y
Samuel sonreía ante la curiosidad y alegría de los pequeños. Agradecía sus
risas agudas, sus exclamaciones jubilosas.
El
pan se acabó y los niños regresaron a sus juegos. Samuel los observaba con atención. No
tardaron en olvidarse de las palomas y distraerse en sus juegos.
A
Samuel le fascinaban los niños. Las bocas sonrientes, los dientes pequeños y
blancos, o la ausencia de ellos. Los cuerpecitos rechonchos o delgaditos,
torpes o ágiles; las voces chillonas, las risas espontáneas, y los ojos,
grandes, curiosos. Pero lo que más le gustaba era cuando esos ojos se
agrandaban, llenos de terror, en el momento en que se hacían conscientes de que
Samuel no quería enseñarles el escondite donde se ocultaban las palomas. Claro que,
para que eso sucediera, para poder volver a disfrutar de ese momento tan
emocionante, tenía que tener la suerte de poder coger a algún pequeño.

Así fue pasando la tarde. Nadie se fijó en el momento en que Samuel abandonaba el parque. Las palomas también se retiraban a sus nidos. Y una madre tardó más tiempo de lo normal en darse cuenta de que su
pequeño hijo no estaba en el parque.
FIN